Relatos Premiados

UNA TARDE EN LA MEDINA

Fez es un baile de sensaciones difícil de asimilar. Andar por sus rincones empedrados y perderse por los muros de sus palacios es romper el silencio del tiempo y participar de sus secretos. Las callejuelas, los sonidos y los sabores salen a tu encuentro y te empujan hasta su interior. La medina no es una medina cualquiera, es un lugar mágico donde lo imposible se convierte en realidad. Las miradas lejanas y desconocidas, los aromas sensuales o las vivencias al borde de la fantasía serán nuestros acompañantes en Fez.

En el bazar Alí, uno de los muchos que hay en la kasbah, se adquieren los perfumes y los productos aromáticos que se deseen. Están expuestos en estanterias de cristal a ambos lados de la tienda; dos hombres regentan el negocio dispuestos a atender a los clientes y a dejar que les regateen. El más jóven asegura que poseen las mejores esencias y elixires de la ciudad. Se dirige a una de las repisas, coge una varilla de madera, la introduce en un frasco con un líquido ámbar y después de agitarla unos segundos me la acerca para que huela. Es un olor dulce, penetrante.

El mercader muestra sus ofertas y explica las historias y las leyendas que se les atribuyen. Mientras escucho sus palabras miro a mi alrededor y veo en aquellos recipientes un mundo lleno de imaginación. Ese sentimiento aumenta cada vez que el dependiente mete la varilla en uno de los tarros y efectuando siempre los mismos ademanes me la aproxima para que aspire; son fragancias extrañas con los colores de las piedras preciosas.

Al salir del bazar camino hacia el barrio de las Estofas con el olor del perfume aún en el olfato. Ando un rato, cruzo calles y plazas; en la última encuentro a gente que curiosea los tenderetes de ropa, babuchas, cintas de música y cacharros que están tendidos en la calzada. Los propietarios permanecen al lado de sus artículos ajenos al bullicio que hay en su entorno; sin muecas ni gestos se funden con las mercancías apiladas. El trasiego te desplaza, impide que te muevas sin tropezar con cestos de verduras, con chilabas, con alfombras que cuelgan bajo chamizos de lona, con asnos que se resisten a obedecer a sus dueños. Junto al mercado, un par de locales despachan a través de la ventanilla panes y dulces, éstos últimos de miel y almendras. Otro vendedor ambulante contempla con paciencia ante su puesto de dátiles y frutas cómo el público se para, mira, toca el género, lo compara, lo sopesa con la mano y a veces lo prueba antes de comprar.

Los precios en Marruecos y en el resto de países árabes es algo que no se alcanza a saber con seguridad. Dos cosas iguales jamás costarán lo mismo ya que no se ajustan a ninguna tarifa, depende de la tienda y del criterio del profesional en ese momento. De la cantidad que se pide en un principio a lo que se termina pagando hay un recorrido que la destreza en el arte del regateo decidirá el resultado final.


El comerciante suele optar por dos actitudes distintas; animar desde la puerta a que los transeúntes pasen o sentarse entre las piezas, silencioso y controlando lo que a simple vista está amontonado y en completo desorden. Los visitantes se sienten vigilados desde el mutismo y el misterio del encargado atento a los movimientos que se dan. Sorprende que sean guardianes de su intimidad, de sus casas y sus familias y en cambio no les importe enseñar abiertamente no solo sus trabajos sino el modo de elaborarlos. Curtidores, joyeros, sastres, panaderos y otros artesanos metidos en sus talleres exhiben sus obras casi de forma lujuriosa pensando que disponen de un remedio para cada caso, una solución a cada deseo.

Los objetos colocados delante de los compradores se presentan como necesidad, como reclamo y estímulo a los caprichos. Es fácil escuchar a los tenderos anunciar hierbas que curan y afrodisíacos que proporcionan largas horas de amor. Los frascos de esencia, los complementos de cuero, los cestos de mimbre, los platos de cobre y las tallas de madera se han situado conforme a las órdenes del maestro de escena igual que los actores a la espera de levantar el telón y comenzar la representación diaria.


Uno de los bazares vende bronce y metal plateado. El suelo, las paredes y las mesas rebosan teteras, jarras, pipas para fumar kif, miniaturas y un sinfín de utensilios más; las figuras pugnan por el protagonismo y se disputan la atención del curioso. Una caja rectangular con incrustaciones de cristal y nácar está semiescondida en un estante. Al abrir el cierre del cofre y levantar la tapa suena una melodía no tiene ninguna función práctica, es una caja de música rodeada de adornos inservibles.

En la esquina un gato estira sus lomos a la sombra. Una escalinata conduce a la entrada de una vivienda, su fachada ennegrecida huele a cansancio y tiempo. Al mirar hacia una de las ventanas, la joven que hay tras los cristales se retira al comprobar que la observan. Rostros morenos, callados, de ojos penetrantes y al abrigo de los desconocidos.

Un arco de hierro divide al zoco, se oye el llanto de un niño y una cigüeña sobrevuela el cielo. La calle está mojada y huele a pan recién cocido; las ráfagas se suceden, se concentran y se dispersan caprichosamente. Olfateo y sigo el rastro, un rastro imperceptible que me persigue, que huye, que vuelve y se apodera de la atmósfera. Al cabo de unos minutos me cruzo con una mujer que sostiene sobre su cabeza una bandeja de panes redondos, grandes y delgados. Al pasar por su lado huelo a miga tierna, esponjosa, a corteza dorada y crujiente.


A mitad del callejón, un muchacho carga en el transportín de su bicicleta un montón de panes. Tres escalones desvencijados conducen a la tahona, una especie de cueva, de cuchitril oscuro, suelo de adobe y sin ventilación. El aire se palpa, su densidad aplasta, agobia. Un jóven permanece de pie frente al horno encendido, se limpia el sudor que le chorrea y deposita media docena de hogazas en unos tablones. Pido un pan, lo parto y me lo aproxima a la cara sintiendo el calor que desprende. Al aspirar, algo se despierta en mi mente; por un instante, solo por un instante, recupero el olor de otros panes calientes y el de una tierra mojada que anunciaba el final del verano. Los ojos se me humedecen y continúo aspirando.

En los alrededores un mendigo pide limosna, recita salmos y extiende la mano rogando que la suerte y la caridad no pasen de largo. En la acera hay un frontal de mosaicos blancos y azules rematado en la parte superior por un alero de tejas verdes. Del centro sale una fuente con tres caños de agua que cae en un pilón también de cerámica. Se oye el zumbido de moscas y las voces de los niños de una escuela que repiten a coro lo que el profesor les indica.



Pasada la esquina se encuentra el mercado de especias, un sitio saturado de olores. La única separación de los puestos son las propias sacas que aparecen en ocasiones tan juntas que resulta difícil saber a quíen pertenecen. En uno de ellos, una mujer gorda con un pañuelo atado a la cabeza atiende a la clientela; la rodean canastas de pimentón rojo, pimienta verde y negra, azafrán, clavo y un largo etcétera. Todos tienen color y olor. Están en montones y mezclados por sus aromas, aromas particulares, únicos, con su sello de identidad. Ninguno se asemeja, los hay para paladares sencillos, sofisticados y exigentes.

La dependienta no deja de vocear. Despacha, cobra, gesticula, bromea con el personal y se ajusta el pañuelo. Sonrío ante sus palabras y me alejo del establecimiento. El murmullo no cesa. Los sonidos de Fez son constantes y quedarán en la memoria cuando parte de sus imágenes se hayan borrado.

Sigo calle arriba. El sol calienta pero la gente se mueve como si el calor no les afectase.

La medina es un hervidero sin principio ni fín. Se ven mujeres cubiertas con mantos oscuros que sólo dejan al descubierto los ojos, otras tapan sus rostros con velos y algunas llevan un pañuelo en la cabeza anudado al cuello al estilo turco. Andan deprisa, se abren paso entre la multitud, se cruzan con ancianos enfundados en chilabas y con la mirada puesta en el horizonte, una mirada cansada pero brillante.


Al torcer por un pasadizo, uno de los muchos asnos que utilizan como vehículo de carga se ha quedado atravesado. Un hombre de baja estatura guia al animal sujetando los fardos que acarrean sus lomos. Se desvían a otro callejón no mayor que el anterior.

En una superficie llena de barriles de cal, arcilla y tinajas de agua, unos hombres con el pecho desnudo y sudoroso se afanan en manipular pieles con movimientos rápidos y repetitivos. Cerca está la sección destinada a los tintoreros en la que varios pilones de barro unidos contienen pinturas blancas, verdes, amarillas, rojas, azules. Este producto lo fabrican sin aditivos químicos, es un compuesto de sustancias naturales elaborado de la misma manera de hace siglos. En los talleres cuecen en calderas plantas, especias y arcillas que remueven lentamente con varas de madera hasta lograr las tonalidades deseadas. La faena de los trabajadores es inhumana e insolubre, no dudan en meter el cuerpo en las tinturas para agilizar la labor.

El olor y el color envuelven al ambiente. Una vez más se pierde la noción de lo que sucede en las calles, en las azoteas, en una actividad ancestral. Todo está al alcance de la mano; un tejado aquí, un espacio allá....... El sol cae perpendicular y aquello adquiere una rara normalidad que te hace sentir parte del entramado. Mirar al frente es observar las casas, las aglomeraciones, los colores y el cielo infinito.

Fez está al márgen de las palabras. El lenguaje se difumina a la hora de resumir muchas de las cosas que suceden delante de tí. Las escenas, el silencio, las voces, guardan un orden establecido que nadie puede alterar. Es algo que sale del interior, del propio fondo de la ciudad. Nada es improvisado, ni siquiera las sombras al atardecer.




LAS BARRANCAS DEL COBRE

A las cinco de la madrugada cruzamos las calles desiertas de Los Mochis hacia la estación. Sorprende la cantidad de coches y motos de alta cilindrada que están aparcados, seguramente fruto de los beneficios del narco tan extendido por todo el Estado de Sinaloa. El tren conocido como el Chepe nos llevará por las Barrancas del Cobre a Chihuahua haciendo escala en varias poblaciones del territorio de los indios taraumara.


El tren es puntual. Se oye el silbato, cierran las puertas y comienza su andadura cuando aún es de noche. La primera parte del trayecto se hace a través de estepas monótonas y sin interés. Al amanecer, entre los tonos rojizos del horizonte el panorama cambia, de las superficies peladas se pasa a una vegetación que cobra fuerza a medida que el Chepe prosigue.

La travesía discurre por paisajes dispares, se diría que se trata de regiones mejicanas diferentes. El tren avanza y las sensaciones también. Atrás quedaron los páramos sin vida, ahora nos adentramos en desfiladeros, en gargantas, en pinares, en bosques tropicales o de montaña según el punto del que se trate; una característica de las Barrancas es su diversidad de plantas y climas. Por las ventanillas se ven los raíles del ferrocarril bordeando precipicios, los vagones se arrastran por el filo, toman las curvas y se ladean como una serpiente que se fuera a precipitar al vacío. El vértigo aumenta cada vez que se observan los puentes colgantes y la altitud; algunos tramos de las Barrancas superan en metros al Cañón del Colorado.


Después de un par de horas se llega a una zona en la que el terreno abrupto cede.

El Chepe hace un alto a las afueras de un poblado taraumara y las indias se apresuran a ocupar las vías para ofrecer a los viajeros cestos y otras artesanías realizadas por ellas. Estas mujeres son de piel oscura, de baja estatura y visten igual que las muñecas que elaboran; con atuendos de colores vivos hasta los pies y envueltas en rebozos superpuestos. A partir de ahora su presencia será habitual.


Reanudada la marcha, el Chepe efectúa nuevas paradas y se detiene para dejar paso a los trenes del recorrido contrario. .A unos kilómetros anuncian por los altavoces que la próxima estación es la de Barrancas, nuestro primer destino. La velocidad disminuye y el revisor, un hombre con uniforme azul y gorra de plato azul y roja, dice en voz alta que los pasajeros disponen de tres minutos para bajar; un cajón colocado del revés hace de peldaño entre la plataforma y el exterior. El tren se aleja.


Es pleno campo; el apeadero está desierto, no hay nadie, ni siquiera la persona encargada de esperarnos. Sin casas ni edificios, los únicos indicios de civilización son un chamizo de madera desvencijada, un tablón colgado de dos alambres en el que se lee: ABarrancas@ y unos palos a modo de barandilla para atar los caballos. El resto son plantas y viento que arrastra a la hojarasca.

El cobertizo tiene capacidad para tres o cuatro personas. En el interior hay un indio recostado contra la pared y una india sentada en el suelo tejiendo un material similar al mimbre. La mujer levanta la mirada, nos contempla unos instantes y continúa su labor sin decir nada. A los veinte minutos de esperar entre la nada llega una ranchera conducida por un hombre de aspecto tejano. Se dirige a nosotros y nos pregunta si somos los viajeros que van a Divisadero, respondemos que sí y subimos a la camioneta. Cruzamos riachuelos y caminos en los que el vehículo se balancea, a nuestra espalda dejamos un reguero de ruido y polvo.


El conductor permanece callado con el sombrero calado hasta los ojos. La tierra seca y los rastrojos ceden el paso a unos árboles tupidos que anuncian el comienzo de la sierra. El día está despejado y un águila vuela en las cercanías. Al final de una pendiente se divisa una construcción colgada literalmente de la montaña, adosada como un apéndice de su estructura; es nuestro hotel.




Hotel Divisadero Mexico
En kilómetros a la redonda no hay edificios ni otro signo de civilización. En el hotel no hay televisión, radio ni cobertura para los teléfonos; un aparato transmisor les sirve de comunicación con el exterior.


Las vistas desde las terrazas no se pueden describir, parece que el tiempo se hubiera parado, un tiempo de piedra y silencio.


Extensiones petrificadas con formas caprichosas se cruzan y se atropellan hasta donde la vista no abarca. Las barrancas son piedras descomunales, abruptas y negras que se han apropiado del espacio con un poder absoluto, con una presencia que sobrecoge. Los agujeros que se distinguen en la falda de las montañas son las cuevas donde se alojan los taraumaras,


Vistas desde el Hotel
La impresión que causa esta parte delas Barrancas del Cobre solo es superada al sobrevolar la comarca en helicóptero y sumergirte en ese mundo casi irreal. El helicóptero irrumpe en la cima de gargantas y desciende hasta el fondo para inspeccionar sus recovecos.


Un indio nos acompaña en las rutas a pie. Desde lo alto de un montículo se domina el valle envuelto en matices azules y violetas del horizonte. Digo a mis compañeros que continúen, que yo les alcanzaré cuando haga unas fotografías. Las imágenes y los colores parecen tan cercanos que podrían tocarse al alargar la mano; las voces se han perdido, solo queda el sonido del viento en un paraje dormido y olvidado.


Disparo la cámara varias veces. Al terminar, emprendo la marcha para sumarme a los demás. Subo la cuesta por donde ellos se fueron, ando de un lado a otro sin saber qué pasos dar; los vericuetos, atajos y desfiladeros impiden que prosiga. Procuro orientarme. El viento sopla y en la lejanía se asoma el atardecer. Me siento en el suelo y pienso el modo de regresar antes de que anochezca.


La luz empieza a bajar, en esta zona los crepúsculos son muy cortos y anochece casi de repente con una bajada fuerte de las temperaturas.



Paraje de Barrancas
Me levanto y miro en dirección al hotel; a lo lejos parece un alpinista a medio escalar. Me dirijo hacia allí pero cualquier camino me conduce a la nada y al vacío, a desfiladeros que empiezan a cubrirse de sombras. Los minutos se alargan. Vuelvo a sentarme y me recuesto contra un tronco cuando empiezo a oler a humo, es un olor casi imperceptible pero continuo. Me incorporo, sigo el rastro del olor y llego a una parte tupida de árboles en la que el olor desaparece. Me paro y de pronto oigo el llanto de un niño, presto atención y compruebo que el sonido proviene de las proximidades de unos arbustos. 


En una explanada semioculta por matorrales encuentro a dos indias sentadas en la hierba tejiendo mimbre, a su lado dos bebés gatean y se esconden entre los faldones de ellas. Me acerco a las taraumaras y las hablo; no responden y continúan su labor ignorando mi presencia. Los indios taraumara son gente poco hospitalaria, esquivan a los extraños y entre las distintas tribus que viven en la comarca no existe comunicación ya que tienen lenguas diferentes.
Ante su indiferencia decido sentarme con los niños y esperar sin moverme de allí, esto no será peor que pasar la noche sola en el monte. A los veinte o treinta minutos llega un hombre con un atillo de leña al hombro; la suelta, me mira y comenta algo con las mujeres. Parece que discuten, gesticula con los brazos y vuelve a levantar la voz. 


Me incorporo y le explico que no conozco la comarca, que me alojo en el Divisadero y que no sé cómo regresar. El indio no contesta. Lle repito que me he perdido y que me esperan en el hotel. Al cabo de unos segundos extiende una mano en actitud de pedirme dinero. - No llevo nada -, le digo. Me observa de arriba abajo con cara de pocos amigos e insiste en que le dé dinero. Meto las manos en los bolsillos y los vuelco para demostrarle que están vacíos: en uno de ellos hay tres monedas, las coge con rapidez y por señas me indica que le acompañe.


Andamos un rato, al llegar a un punto concreto se para y me marca con un ademán el camino a seguir. Cuando llegué al hotel empezaba a anochecer.


A los dos días salimos de Barrancas y tomamos de nuevo el Chepe con destino a Creel, un antiguo pueblo minero que parece sacado de las películas del oeste; casas de madera, cantinas con las puertas abatibles, caballos atados a columnas pintadas con signos indios, vaqueros con sombreros tejanos a caballo e indias vestidas con sus atuendos que bajan de las montañas a intercambiar artesanías por alimentos. Nuestra presencia les extraña, nos escudriñan y cuchichean.


Los alrededores de Creel no son tan abruptos ni espectaculares como los de Barrancas. Hay lagos y valles como por ejemplo el de Los Monjes donde las piedras han adoptado formas humanas. No existen viviendas, las grutas son el refugio de los indios que se resguardan en su interior. El carácter de estas personas, como dije anteriormente, es huidizo y desconfiado; viven aislados y en la miseria.
La dueña de la cueva donde nos alojamos es una mujer de treinta años, tiene diez hijos y su aspecto es el de una anciana. El punto de reunión de la familia es la cocina, un amplio espacio con el suelo y paredes de tierra y roca. En el techo hay un gran agujero natural por donde entra el aire, el agua y el sol. Carecen de utensilios; una lumbre baja y unas piedras lisas a modo de mesa y asientos forman el mobiliario de la estancia. 


El tipo de vida es el sobrevivir día a día. Tienen un pequeño huerto donde cultivan verduras, no hay fuentes ni animales domésticos salvo perros y tres gallinas. El agua la van a buscar a unos cuantos kilómetros.
Los alimentos se reducen a tortillas que amasan ellas, verduras y los animales que puedan cazar entre los que destacan los ratones de campo que trituran y envuelven en una especie de pasta que más vale no preguntar cómo la hacen. 


Sin muebles ni elementos propios de una casa, usan latas y platos de barro para comer y cocinar. Y a la hora de dormir, se tumban en esteras todos juntos en el mismo lugar y se cubren con una manta fina confeccionada por ellas mismas.


Las familias suelen ser numerosas Es una sociedad al margen de la sociedad, un pueblo al margen de los pueblos, de la civilización. Aquí no saben lo que es la crisis porque ellos permanecen en la pobreza absoluta. Estos rostros sin nombre no importan al resto del mundo, nunca son noticia y sus problemas pasan desapercibidos.


Nos despedimos de la familia, atrás quedan las voces de los niños, las caras curtidas y el humo de una chimenea.

CAMINO DEL SUR 


El camino de Ouarzazate a Zagora está presidido por el valle del Draa. Antes de adentrarnos en la ruta de los oasis y comprobar su vegetación nos encontramos con mesetas desiertas, extensiones áridas de tierra cuarteada. Solo si brota un hilo de agua surge el follaje entre la estepa.


Al salir de Ouarzazate la llanura no tiene fin. La única presencia que irrumpe al fondo son las montañas del Zagro y los resíduos de un lago seco después de tres años sin llover. El jeep circula por pedregales volcánicos y salta sobre los surcos; es un paisaje vacio. Al cabo de varios desvíos, la pista se estrecha hasta desembocar en una arboleda. Las palmeras y huertos labrados anuncianla existencia de agua, se trata del oasis de Fint. El vehículo atraviesa un riachuelo y pasa junto a arbustos que impiden ver el pueblo, a la derecha se aprecia un montículo de superficie lisa y redonda que al parecer es la escuela a la que acuden los niños si sus obligaciones domésticas y agrícolas se lo permiten.
La gente vive en la parte alta desde la que se contemplan las explanadas, las lavanderas en el río y los campesinos faenando. El acceso a ella se hace por regatos y cuestas tan empinadas que es preciso sujetarse a matarroles para no rodar. Las datileras forman un bosque tupido, están cargadas de frutos y por sus troncos finos y largos trepa la maleza. Aunque el suelo de Fint es un arenal más blanco que los del desierto abunda la hierba. Este oasis no posee la mezquita habitual, una cabaña en la pradera sin minarete ni ningún distintivo sustituye al templo. El muecín llama a la oración y su voz se propaga al último rincón de Fint.


Al dejar atrás los palmerales, los sembrados y las acequias se llega a un terregal rojizo que es el comienzo del poblado. Las calles empedradas acogen casas de adobe contíguas y desiguales. La mayoría del trabajo corre a cuenta de las mujeres quienes cuidan el ganado, colaboran en el campo y ponen los pucheros en la lumbre para cocinar los guisos cuyos aromas esperan a los comensales.
Cuando a un extranjero le invita una familia en el oasis de Fint, lo primero que le enseñan es el horno, situado en un solar a espaldas de la vivienda. Se reduce a un cuchitril que no mide ni medio metro, hecho de adobe y cañas con apariencia de cualquier cosa menos de un horno. En el interior, aparte de las moscas y el mal olor, hay un agujero en el suelo de tierra recubierto por una piedra que al tocarla aún se nota el calor; allí elaboran el pan y por lo visto acaban de sacar uno. Antes de proceder a su cocción lo amasan en unos tablones depositados en el mismo recinto. El horno lo comparten tres o cuatro vecinas que se turnan por horas para disponer de él y fabricar pan u otros alimentos. El pan simboliza su sustento y sus posesiones, de ahí que se lo ofrezcan a los invitados demostrando hospitalidad. 


Realizado el saludo de bienvenida, conducen al forastero a la sala principal, un espacio amplio del que parte el resto de dependencias; el único mobiliario es una mesa baja cubierta por un tapete. El anfitrión viste una túnica azul cobalto, se sienta en la estera e indica al huésped que tome asiento en uno de los almohadones esparcidos alrededor. Obedeciendo a una señal del dueño, una mujer con el rostro y el cabello descubiertos le acerca los utensilios para preparar el té. Inicia así el ritual de verter el agua hirviendo en el recipiente y añadir las dosis justas de azúcar, té y los manojos de hierbabuena. Mientras ultima los detalles y sus familiares permanecen de pie, otra mujer deja sobre la mesa una bandeja con un pan enorme todavía humeante del que cada uno comerá los trozos que desee. En el acto solo participan el jefe de la casa y su acompañante, los demás ejercen de meros espectadores.


La sala no tiene ventanas pero está iluminada por una claraboya. Los rayos del sol se filtran a través de ella y hacen brillar la ropa del bereber.
Los oasis rompen la monotonía ya que se esparcen a lo largo de ciento cincuenta kilómetros. Son manchas verdes, azules y blancas en medio de la tierra ocre, de kasbahs bien en solitario u organizadas en poblados de adobe adosados a la montaña y que a lo lejos simulan deformaciones del mismo Draa. Sus calles conservan vestigios de las edificaciones, hoy abandonadas o derruidas, su única finalidad es dar testimonio de lo que fue su pasado. Se construyeron escalonadamente y rematadas por almenas desde las que controlaban los movimientos del exterior. Los callejones se comunican entre sí y conducen a laberintos sin salida. 


Las creencias ancestrales se reflejan en las fachadas y en las torres de las fortalezas. Hay grabados e inscripciones en las puertas, no sabemos si en honor a los dioses o para alejar a los malos espíritus. Sobre el arco de una entrada han esculpido un triángulo y la figura de un ojo rodeado de palabras ininteligible.
El sol calienta. Por la carretera casi vacia circula de vez en cuando algún vehículo transportando tiendas, provisiones y bidones de agua rumbo al desierto. Si a medida que nos adentrábamos en los meandros del Draa el terreno se hacía escarpado hasta convertirse en barrancos, ahora las cumbres nevadas del Alto Átlas encabezan un trayecto por el Dadés a base de montes, llanos, olivares, hectáreas de rosas persas y mujeres que caminan en solitario con la espalda doblada por la leña que cargan a cuestas. El valle del Dadés da su nombre al río principal, al pueblo y al desfiladero; es la ruta de las cien kasbahs. 



El coche inicia el ascenso por un puerto desde el que se divisa la comarca entera. Cualquier indicio de civilización se ha borrado, solo un poco más arriba, donde la tierra y el cielo se unen, hay una casa con árboles y unos dromedarios atados a los troncos. Dos mujeres cuelgan de unas cuerdas vestidos, faldas, pañuelos de colores, mantas, sábanas y alfombras. No es ropa puesta a secar sino el ajuar de la novia que lo exponen según su tradición.


El viento no deja de azotar. Aquí la naturaleza alcanza una dimensión que las montañas, las figuras y hasta el eco anulan la presencia del hombre.
Después de otros riscos, cuando uno cree que su única compañía serán las piedras y el aire aparecen los oasis junto a campos cultivados. El de Skoura es de los más llamativos de Marruecos dada su extensión, el conglomerado de árboles y veredas, de kasbahs semiescondidas en palmerales o elevadas sobre el panorama. En un punto determinado el ramaje obligan a continuar a pie entre datileras, almendros, frutales y un follaje espeso del que surgen gigantescas kasbahs. La perfección de sus líneas y el trazado de su arquitectura reflejan el sentido de la armonia que tenían sus creadores. Éste es el paradero de la fabulosa fortificación Ait Sidi El Mati y de la no menos emblemática Amerhial, la cual han estampado en los billetes del país.


Por las noches se puede ir a alguna de las kasbahs que ofrecen alojamiento. En su interior, los dueños contarán historias remotas a la luz de la lumbre, evocarán el nacimiento de esas fortalezas y las aventuras o desventuras que vieron sus muros de adobe. Al hablar lo harán con orgullo sabiendo que son conocedores de una estirpe legendaria aunque desaparecida de la memoria de los hombres. Mientras se consume la leña y todo está dormido, pondrán voz a los protagonistas muertos y recuperarán por unos instantes un pasado al que nadie da una segunda oportunidad. Al amanecer, la magia habrá terminado, el ambiente recobrará la normalidad y los relatos se quedarán de nuevo en el arcón de los recuerdos.





FOTO DEL PALMERAL
El viaje discurre por zonas asfaltadas, comarcales y pistas que desembocan en parajes de difícil acceso. Los cambios se suceden y se va de las dunas a los oasis, de los palmerales a la brusquedad de los precipicios, de las mesetas a prados de flores. En el camino se ven a hombres sentados en el suelo que contemplan el horizonte en completa soledad. No comparten con nadie las cordilleras volcánicas ni las barrancas calizas que se retuercen y tocan el infinito; su aspecto inquietante desborda la imaginación. 



La garganta de Todra se desliza como una serpiente por el río y termina en una parte angosta y limitada por desfiladeros extraños, pronunciados, de rocas elevadas que amenazan engullir a quien ose atravesarlas. A partir de ahora se penetra en un territorio prohibido, un territorio protegido por cañones de paredes negras, tenebrosas y atormentadas que se sienten dueñas de la atmósfera. Es un bosque de piedra resquebrajado bajo un cielo empequeñecido y rendido ante el fenómeno; se mire donde se mire los cortes y las aristas se suceden en ángulos irregulares. Nada pasa desapercibido para esta ciudad sin rostro, fría y atenta a cuanto sucede en sus dominios.


Las gargantas Todra durante el día son impresionantes pero lo son mucho más al anochecer, entonces solo queda el silencio y la oscuridad para abrigarse en ellas.


Las sombras que producen cobran mil formas y emergen como fantasmas en la penumbra. Es la hora mágica, cuando todo es posible en un paisaje que atropella cualquier cosa al margen de su existencia.



La garganta de Todra 

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